Séptimo articulo del dosier "Tijeras para todas". A propósito de una paliza sexual en el Centro Social Okupado El Laboratorio (Madrid)
Todas vivimos con rabia y dolor la violencia que los hombres imponen sobre las mujeres por esa división que hace y jerarquiza el mundo de los sexos. Las agresiones contra las mujeres, recurso primero y último, atraviesa el dominio más allá de lo particular de las relaciones y de las restricciones que cada sociedad o cada grupo ponga al orden del macho. Ya se trate de agresiones corporales o psicológicas, ya se produzca en forma de paliza, violación o acoso, ya acabe en asesinato, humillación o autodefensa, la violencia afianza el mando y lo localiza en los núcleos más sensibles de la experiencia: la integridad del propio cuerpo, la libertad sexual y la autonomía en la circulación y el pensamiento. Rara es la mujer que no la ha sufrido o bien en carne propia o por intervenir en contra de una agresión dirigida hacia otra.
El sentido de la vulnerabilidad y del dominio es una experiencia del cotidiano femenino que se compone, antes que nada, como experiencia de los límites y de la protección del propio cuerpo y su capacidad expresiva. Aunque tenga que ver con la edad, el espacio, la identidad, la situación e incluso con el sentimiento de seguridad que una expresa o deja de expresar, en realidad, la posibilidad de ser sometida a la violencia machista excede las circunstancias concretas y se extiende a la existencia-mujer en general. Está tan enraizada en nuestro ser que aunque pudiéramos instalarnos en otras coordenadas seguiríamos alimentándonos de esos secretos temores que nos habitan. Ninguna ha dejado de asumir esta condición de peligrosidad y mal que bien hemos aprendido a movernos con ella, a soportar de la manera menos traumática posible sus leyes y a disfrutar de las miserables victorias personales y colectivas que nos podemos permitir sin ponernos en situaciones de alto riesgo.
No podemos dejar de considerarla como imposición generalizada y, sin embargo, para luchar en su contra tenemos que cortarla a la medida de lo concreto y hablar de sus ocurrencias en los espacios y tiempos en los que participamos. La intervención de una mujer, feminista o no, en un Centro Social Okupado busca, entre otras cosas, la creación de un espacio seguro, un espacio de cuidado del propio cuerpo que anule la violencia y la interiorización del peligro sexual. Y lo busca no por vía de reglas, restricciones o dispositivos de vigilancia sino que lo busca como sentido, como sensibilidad, como actitud de toda la gente que lo habita. Por eso, lo más terrible de que ocurran agresiones sexuales, aparte de la vivencia de la que las sufre, es el sentimiento de todas no ya de constatar que estas cosas pueden suceder –esto ya lo sabemos– sino de que no se ha dado la actitud, el pensamiento y la acción que las hace difíciles. Que no hemos sido capaces de poner por delante esa disposición, la tensión colectiva y cotidiana que hace, por un lado, que los agresores perciban de inmediato que ahí no van a poder, que no es seguro y que pueden salir muy mal parados y que las mujeres, por otro, lleguen a sentir todo lo contrario, que ahí sí van a poder, que van a sentirse seguras y respaldadas en todo momento.
De nada sirve repetir una y otra vez lo de que los espacios liberados no son tales o que en las okupas se reproducen los mismos modelos y bla, bla, bla. Seguir hablando en estos términos estimula una paradoja bien estéril que se alimenta de la ilusión de lo liberado, para chocarse con la triste y de sobra conocida realidad, ejercer la denuncia pasado ya el momento de la autodefensa y vuelta al principio. Aparte de reincidir en la moraleja de que nada es lo que parece y afianzarnos en lo secundario de nuestros problemas dentro de lo colectivo, este desplazamiento en el lenguaje vale una mierda. Al despotenciar la diferencia del espacio e igualarlo a cualquier otro nos negamos la oportunidad de construir esa diferencia de un modo más dinámico saliendo de la oposición liberados, espacio utópico inexistente para toda aquella persona que esté en las nubes, y el resto del mundo, una totalidad uniformizada hecha de casas, calles, ciudades y países donde se actualiza lo mismo de lo mismo.
Para empezar habrá que idear formas concretas de comunicar este sentido de cooperación para la libertad sexual sin aconsejar a las mujeres mantenerse juntas o evitar lugares oscuros. Habrá entonces que forzar lo existente e interrogar el hábito. La visibilidad femenina y gay es un comienzo pero hace falta más. Y es que, además, para hacerse presente es necesaria cierta complicidad, no vamos a estar todo el día con los guantes puestos o frecuentando los lugares liberados-que-no-lo-son. La creación de este sentido pasa necesariamente por el cuidado de las situaciones que producimos.
Todo esto surge al calor de la tremenda paliza-violación que sufrió una chica hace no mucho en una fiesta en El Laboratorio que, por cierto, a poco pasa sin pena ni gloria a la historia de los incontrolables horrores a los que nos hemos acostumbrado. Para que un Centro Social difiera de la calle (lo suyo sería que transformara la calle) habrá que ir pensando que en él no cabe todo el mundo. Y es que no queremos ser compatibles con ciertos sujetos que desafortunadamente a veces están demasiado cerca. Claro que los buenos modales, en lo que a centros sociales y anti-sexismo se refiere, pueden aprenderse y practicarse de manera airosa sin levantar demasiadas sospechas pero incluso en estos casos quien así actúa ha de sentirse incómodo, fuera de sitio o terriblemente inclinado hacia la mutación.
Y ya que esta agresión ocurrió en una fiesta me voy a referir a ellas y además con particular furia porque siendo un acto colectivo para disfrutar las veo como el ejemplo más claro de un montón de cosas que me revientan y que nada tienen que ver con el tipo de lugar-momento en el que me apetece estar. Y no es que todas las fiestas, conciertos y demás sean iguales (estaría bien preguntar, sobretodo a mujeres, qué sucede en las fiestas en las que nos sentimos a gusto) pero ocurre que sí hemos estabilizado ciertos hábitos de la pasti-party en los que impera la falta de atención por la ocasión. En la fiesta en cuestión, a cargo del afortunadamente extinto Proyecto Ruido, a excepción del pasti-negocio y la decoración alucinante nada mereció especial preparación o seguimiento. Como la fiesta era gratix no había nadie en la puerta encargado no ya de controlar quien entra, que también, sino de expresar esa atención de la que hablaba: que hay gente concreta detrás y delante del tinglado y que va a responder o a organizar una respuesta ante posibles agresiones u otras cosas menos terribles. Comunicar, en definitiva, que lo que hay tiene una presencia hecha de gente interesada en lo que sucede y que no se limita a generar algo y luego a ver que pasa. Si no hay responsabilidad sobre lo que organizamos o lo que dejamos organizar a colectivos de fuera, ¿de qué nos asustamos? o si pensamos que no es posible ¿a qué hostias organizamos nada? Y es que es muy duro estar todo el rato pendiente de las miles de formas en que alguien puede faltar el respeto y no vamos a estar acercándonos a toda persona susceptible de ser víctima de abuso... no cuando el abuso ya se ha consolidado como una cuestión individual(cada cual que se las apañe como pueda y con quien pueda) por no decir normal.
Las consecuencias de dejar que las cosas sucedan sin más ya las conocemos, por lo menos en El Laboratorio. Hay gente que se ha aburrido o sentido sola al enfrentarse a movidas de todos los colores pero esto tampoco ha sido suficiente para dar el salto y poner esta cuestión en el punto de mira y recuperar así un espacio que se ha ido perdiendo en lo anecdótico.
Nos hemos acostumbrado a las fiestas sin fin, sin hora vamos. Perfectamente en sintonía con la agonía que nos empuja a agotar los momentos sin reconocer principios ni finales. A nadie apetece estar al loro o encargarse de hacer acabar lo que sí se ha sabido empezar. Antes que cortar la historia es mejor ver a la peña ir desapareciendo poco a poco por agotamiento o acoplándose en algún rincón. Así las cosas, la fiesta se convierte en la actividad más sagrada del centro social. Pocas son las cosas que pueden llegar a interrumpirla. Ni que lancen cocos, ni que le abran la cabeza a alguien, ni que una mujer salga danzando al hospital. Bastante paradójico es ya que mucha de la gente que asiste a las fiestas no se entera de lo que en ellas sucede por muy llamativo que sea, por ejemplo, alguien sangrando en mitad del patio y con un ataque de nervios.
En este sentido, hemos llegado al punto de que la fiesta resulta incompatible con la posibilidad de comunicar, decidir colectivamente y actuar. Para ello, acaso habría que cortar la música e interrumpir el evento, hecho que produciría una alarma innecesaria y todo eso.
Otra cuestión es el modo en que se afronta lo de ponerse. Ahora se ha generalizado el argumento de que hay gente que va toa puesta y no se entera y más que puesta lo que va es idiotizada. Me resisto a creer que cuando una está puesta no percibe lo que hay, más bien todo lo contrario, lo percibe y con una nitidez que asusta porque la visión se anticipa, se hace muy fina, tanto que se es capaz de leer movimientos imperceptibles, gestos, actitudes que expresan formas de encontrarse en el mundo: el miedo, la impotencia... Para muchas mujeres esto resulta bien claro y es por ello que a veces cuando tomas algo proyectas y experimentas las agresiones sexuales de lo micro. A veces hemos preferido no mirar en cierta dirección, la verdad es que no por ello hemos dejado de ver. Y ya que en cualquier caso vemos, acaso sea mejor mirar de frente. Ya se sabe lo que duelen las trampas que nos gastamos... Cuando no se puede o no se quiere o una no se ve capaz de discernir lo que sucede a su alrededor habrá que apostar por el contacto a no ser que se prefiera apostar por la estupidez, en cuyo caso ya no hay más que hablar.
Si esto es hábito habrá que entrar a saco por ahí porque la denuncia a posteriori es insuficiente, nos puede dejar mejor sabor de boca pero no vale para lo que viene después. Otro salto que hay que hacer posible es la atención a la mujer que ha sufrido la agresión. También ahí hemos andado bien
flojas. Primero, para entender y aprender sobre cómo se experimenta la agresión. Para eso hay que dejarse del una agresión es una agresión y punto y no tener miedo al intercambio y al fantasma del morbo. Cuando se producen agresiones hay que crear grupos de apoyo, de intermediación y seguimiento porque una vez ocurrida la agresión, quien la sufre sigue circulando por ahí y tiene mucho que digerir. Nada de invisibilizar sino saber, conocer cómo se siente la agredida, cómo define la violencia y actúa en su contra, contra la violencia del momento y contra la de los momentos posteriores. Enganchar con el ritmo y las exigencias de quien la vive. La mediación con la colectividad que es el Centro Social es importante como ejercicio contra el olvido y por la actuación en positivo, por la recuperación de un espacio maldito que ya no se desea pisar.
Repensar las definiciones desde esa actitud de escucha e intercambio puede revelar algunos estereotipos interesantes sobre las agresiones sexuales. Por ejemplo, qué ocurre cuando para la agredida lo que se pone en primer plano no es la violación sino el peligro de muerte o cuando actuar pasa por estrategias de autodefensa tan inteligentes y espontáneas como fingir sometimiento y complacencia ante una violencia desmesurada. ¿Vamos nosotras ahí a hablar con nuestro lenguaje o a trazar un puente real con la vivencia y los términos de quien tiene mucho más que decir? Estaría bien poner en común las subjetividades que se moviliza con todo esto.
Y más cosas. ¿Porqué se pregunta si realmente se trata de violación y se insiste desde las mujeres que sí, que lo que pasó es lo peor que podía haber pasado? Probablemente porque con la fuerza de las palabras se ha asumido una escala en los niveles de agresión que encuentra en la penetración su máximo exponente y que habría que redefinir, también para nosotras mismas. Y es que prevenimos así la disminución inevitable de lo ocurrido sin darnos cuenta de que presuponemos también las clasificaciones y definiciones al uso. ¿Gritamos que el sentimiento de vejación más terrible no siempre es la penetración o seguimos dando alas a los mitos? Para avanzar en esta dirección hace falta involucrar e involucrarse con la mujer agredida.
Y luego, ¿cómo romper ya de una vez lo de que es a nosotras a quien toca pelear esta cuestión dejando, de paso, bien claro cual es nuestra área de intervención en un Centro Social mixto? Pues claro que nos toca de cerca, también nos toca la colectivización de una actitud distinta. La que hace que las agresiones sexuales se conviertan en un asunto del Centro Social en su conjunto, algo que merece muchísima reflexión y actuación en común. Nuestra decisión, la de las mujeres, de separación y acumulación de iniciativas en este terreno tiene muchos aciertos pero también tiene sus desaciertos, sobretodo a la hora de crear una práctica general en contra del sexismo y las
agresiones sexuales. Al menos si no se anticipa y tiene en cuenta la parcialidad a la que terminamos reduciendo, nosotras a la cabeza, la violencia contra las mujeres. La mejor autodefensa, aparte de la que permite transformar la autoestima en golpes certeros, es la que genera una disposición colectiva en contra de las agresiones sexuales. La del golpe te defiende, la otra te sitúa a ti, a tus compañeras y a la comunidad en un espacio diferente.
¡ATENCION AGRESOR,MUJERES VIOLENTAS!
desde la Escalera Karakola, una ex-compañera del CSO El Laboratorio
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