Los grandes capitalistas europeos -y también sus representantes políticos: los burócratas de la Comisión Europea- siempre han sentido envidia de sus colegas norteamericanos y japoneses (ahora también de los chinos). Les envidian porque los trabajadores de esos países trabajan más que los europeos. ¿Cómo competir en esas condiciones? -se preguntan-. Ahora, con la excusa de la presente crisis económica, intentan solucionar esa supuesta desventaja proponiendo, de maneras diversas, aumentar el tiempo de trabajo real allá donde aún se mantienen restos del estado del bienestar. En esas coordenadas hay que entender el intento de aumentar la edad de vida laboral en España y otros países europeos.
Sabemos, por lo menos desde que Carlos Marx escribiera El Capital, que aumentar el tiempo del trabajo no supone otra cosa que un incremento de la plusvalía capitalista; es decir, del tiempo de vida expropiado a las personas que se convierte así en capital. Desgraciadamente, una parte del socialismo -el llamado socialismo real- no sólo siguió la consigna capitalista del aumento del tiempo de trabajo sino que la perfeccionó de forma considerable, hasta llegar a los extremos memorables de la Unión Soviética en tiempos de Stalin.
Sin ir tan lejos, también la socialdemocracia europea ensalzó la moral del trabajo proletario como superior a la moral burguesa del ocio. Una deriva tan extraña se entiende en parte por el desarrollo perverso de la idea de trabajo militante como un valor en sí mismo. La militancia -con sus inevitables sacrificios- no debía ser en principio más que una situación pasajera para conseguir un cambio social profundo; un momento revolucionario que condujera al comunismo y la desaparición del trabajo asalariado. Sin embargo, los fracasos reiterados a la hora de conseguir tal cambio, convirtieron la militancia en un fin en sí mismo; en una forma de vida de abnegación y sacrificio, no muy distinta en sus formas de la abnegación religiosa de puritanos y jesuitas.
En sus inicios, en cambio, el movimiento obrero tuvo muy claro su rechazo al trabajo, y así lo demuestra que la reducción de la jornada laboral fue siempre su principal reivindicación. Algunos de sus ideólogos más conocidos -como Lafargue- fueron más lejos, y denostaron la glorificación del trabajo como una teología especialmente perversa y perjudicial para los trabajadores. Lo mismo pensaba buena parte del movimiento libertario, que defendía el goce de la carne y el ocio libre frente a la esclavitud del trabajo. En su ensayo El derecho a la pereza, Lafargue decía: « ¡Oh pereza apiádate de nuestra larga miseria¡ ¡Oh pereza, madre de la artes y las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas¡».
Ahora que el capitalismo se consume a sí mismo -como la serpiente mítica que se engulle por la cola en una espiral perversa y autodestructiva-., cuando el sistema económico se auto-perpetúa ajeno a toda moral humana, es interesante conocer cuál fue el origen de ese sistema, cuáles fueron sus raíces, ahora tal vez ya definitivamente podridas.
Hay que volver a leer a Max Weber para indagar en ese principio fundador. En su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo el filósofo alemán apuntaba hacia el cristianismo reformado (el calvinismo, el metodismo, el puritanismo…) como el origen de ese espíritu capitalista. La obsesión por el trabajo como forma de glorificar a Dios -como única forma de salvación- sería el fundamento psicológico del que derivó el capitalismo «Pues el ascetismo, al trasladarse desde las celdas monacales a la vida profesional y comenzar a dominar la vida mundana, ayudó a construir ese poderoso mundo del sistema económico moderno; un sistema vinculado a condiciones técnicas y económicas en su producción mecánica-maquinista, que determina hoy con fuerza irresistible el estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina (…) y que, quizá, lo determinará hasta que desparezca el último quintal de combustible fósil»
Hoy podemos decir que la desaparición de los combustibles fósiles -que a Weber seguramente le parecía muy lejana- está cada vez más próxima y que por tanto (aunque no sólo por ello) está también cercano el tiempo del fin de la civilización tal y como la conocemos. Podemos argumentar entonces que asistimos a una crisis, no ya financiera, ni siquiera económica… sino a una crisis de la propia civilización moderna y de uno de sus fundamentos principales: el culto al trabajo.
Benjamín Franklin, uno de los padres fundadores del capitalismo, y también de la nación que se acabaría convirtiendo en el centro del Imperio global -ahora tan en decadencia como el propio sistema en el que basó su fortaleza- decía «Piensa que el tiempo es dinero, quien pudiendo ganar con su trabajo diez chelines al día, se va a pasear medio día, o se queda en su habitación, no debe calcular -si se gastara seis peniques en sus diversiones- que sólo se ha gastado eso sino que tiene que calcular que se ha gastado cinco chelines, o mejor que los ha derrochado (…) Quien mata a una cerda destruye toda su descendencia hasta el número mil. Quien mata una moneda de cinco chelines mata todo aquello que podría haber producido con ellos, columnas enteras de libras esterlinas» ¿Qué sentido tiene la cita hoy en día? ¿Hay algún capitalista en el mundo que siga hoy esos preceptos? Aquellos empresarios puritanos y austeros, que denostaban el lujo y el placer, se han convertido en parásitos. Jaques Brel lo expresó perfectamente en una de sus canciones más conocidas «Les bourgeois c'est comme les cochons. Plus ca devient vieux plus ça devient bête. Plus ca devient vieux plus ça devient cochon»
El capitalista puritano de los tiempos heroicos predicaba con el ejemplo y trabajaba desdeñando los placeres a mayor gloria de Dios. Hoy, en cambio, el ejemplo que da el capitalista moderno es el de la corrupción y el desenfreno moral. De esa forma, el capital vaga a velocidad de vértigo por el mundo sin que nadie dirija sus flujos con nada que se parezca a cualquier tipo ética; no ya religiosa, sino siquiera la de la razón ilustrada o incluso del sentido común.
Así las cosas, que se nos pida a los trabajadores: un esfuerzo para superar la crisis, que trabajemos más, que nos apretemos el cinturón… sólo puede provocar la carcajada general.
Además, la mayoría de las personas también aborrecemos cada vez más del trabajo. Tal vez aún necesitamos del trabajo para auto-disciplinarnos -para ubicar nuestro lugar en la sociedad- pero ya no es nuestro objetivo vital prioritario. El problema es que no encontramos (o no nos permiten encontrar) otros objetivos por los que merezca la pena vivir. En ese sentido entiendo yo lo que afirma Santiago López Petit cuando habla de una sociedad del malestar.
Si el buen burgués pasó a la historia, también el trabajador abnegado esta en extinción. El obrero masa murió con la fábrica fondista y su presunto sustituto histórico esta profundamente herido en lo más íntimo de su ser.
Una sociedad así sólo puede ya perpetuarse con formas extremas de control mental y físico. Un neofascismo posmoderno de una perversidad que supera en algunos aspectos al de las más terribles dictaduras clásicas.
No es casualidad que muchos autores actuales busquen en el psicoanálisis las claves del sistema en que vivimos, que sólo forzando mucho el término puede llamarse aún capitalismo en el sentido de Benjamín Franklin o Adam Smith. La regresión oral del consumo y la dependencia ambivalente con papá Estado (o mamá empresa concebida como un Estado) definen hoy el espíritu del tardo-capitalismo.
El trabajo asalariado puede entenderse entonces más bien como una forma de control social, o de auto-control, que como una necesidad no ya social, sino tan siquiera económica. El desarrollo de la tecnología hace innecesario el trabajo de millones de personas que, sin embargo, siguen aferrados -de grado o de fuerza- al trabajo como una especie de neurosis extraña. Como una adicción más de esa sociedad porno-farmacológica sobre la que Beatriz Preciado ha escrito páginas inquietantes.
Desde luego que el trabajo -o más bien el dinero- sigue siendo necesario para vivir si lo consideramos de forma individual; pero desde un punto de vista global es ya más perjudicial que beneficioso. Todo parece indicar que estamos llegando a los límites que el planeta puede soportar por parte del trabajo humano aplicado sobre él. La consigna bíblica de creced, multiplicaos y dominad la tierra está ya cumplida con creces. Seguir por ese camino sólo puede conducirnos al desastre.
Entonces, ¿por qué continuar trabajando como peones ciegos de un sistema que ni siquiera somos ya capaces de comprender? Un sistema que ha superado los límites de la razón. Una forma de relación social neurótica que provoca un profundo malestar a quienes tienen la “suerte” de estar dentro; mientras que -a su vez- causa la miseria de quienes quedan fuera de su camisa de fuerza protectora.
El vértigo que nos provoca la posibilidad de perder nuestras escasas seguridades materiales y psicológicas es el arma que utilizan los líderes amorales del mundo para mantener sus irracionales beneficios y privilegios. En un mundo que ni siquiera ellos controlan ya.
Las alternativas no aparecen claras y la desesperanza se adueña de las gentes. El optimismo rojo del 68 se ha tornado en pesimismo gris. La posibilidad de que la ciencia y la tecnología sean puestas al servicio de la humanidad, y supongan de esa forma la liberación del trabajo alienante, es vista hoy en día como una utopía lejana. La misma idea de utopía se nos antoja cada vez más como ingenua y desfasada.
Por el contrario, surgen nuevos fundamentalismos en todas partes. En China, tratan de recuperar el pensamiento profundamente conservador de Confucio; en el mundo islámico, el salafismo se postula como alternativa dominante frente a otras corrientes más abiertas e igualitaristas; la esperanza del socialismo del siglo XXI, y la del moviendo antiglobalización, van muriendo de inanición y, en algunos lugares, adquiere tiente autoritarios; en occidente las formas “blandas” de dominio se ven poco a poco sustituidas por políticas cada vez más autoritarias…
De forma paradójica, un sistema mundo que necesita más que nunca un cambio radical provoca precisamente lo contrario: el inmovilismo. La advertencia jesuita que proclama «En tiempos de crisis no hacer mudanza» o bien el dicho tan en boga «El que se mueve no sale en la foto» parecen regir las políticas actuales.
Tal vez ese malestar general que recorre el mundo pueda ser la semilla de tiempos mejores pero, de momento, los acontecimientos parecen dar la razón a la amarga frase de Rafael Sánchez Ferlosio «Y vendrán más años malos y nos harán más ciegos».
Juan Ibarrondo
Sabemos, por lo menos desde que Carlos Marx escribiera El Capital, que aumentar el tiempo del trabajo no supone otra cosa que un incremento de la plusvalía capitalista; es decir, del tiempo de vida expropiado a las personas que se convierte así en capital. Desgraciadamente, una parte del socialismo -el llamado socialismo real- no sólo siguió la consigna capitalista del aumento del tiempo de trabajo sino que la perfeccionó de forma considerable, hasta llegar a los extremos memorables de la Unión Soviética en tiempos de Stalin.
Sin ir tan lejos, también la socialdemocracia europea ensalzó la moral del trabajo proletario como superior a la moral burguesa del ocio. Una deriva tan extraña se entiende en parte por el desarrollo perverso de la idea de trabajo militante como un valor en sí mismo. La militancia -con sus inevitables sacrificios- no debía ser en principio más que una situación pasajera para conseguir un cambio social profundo; un momento revolucionario que condujera al comunismo y la desaparición del trabajo asalariado. Sin embargo, los fracasos reiterados a la hora de conseguir tal cambio, convirtieron la militancia en un fin en sí mismo; en una forma de vida de abnegación y sacrificio, no muy distinta en sus formas de la abnegación religiosa de puritanos y jesuitas.
En sus inicios, en cambio, el movimiento obrero tuvo muy claro su rechazo al trabajo, y así lo demuestra que la reducción de la jornada laboral fue siempre su principal reivindicación. Algunos de sus ideólogos más conocidos -como Lafargue- fueron más lejos, y denostaron la glorificación del trabajo como una teología especialmente perversa y perjudicial para los trabajadores. Lo mismo pensaba buena parte del movimiento libertario, que defendía el goce de la carne y el ocio libre frente a la esclavitud del trabajo. En su ensayo El derecho a la pereza, Lafargue decía: « ¡Oh pereza apiádate de nuestra larga miseria¡ ¡Oh pereza, madre de la artes y las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas¡».
Ahora que el capitalismo se consume a sí mismo -como la serpiente mítica que se engulle por la cola en una espiral perversa y autodestructiva-., cuando el sistema económico se auto-perpetúa ajeno a toda moral humana, es interesante conocer cuál fue el origen de ese sistema, cuáles fueron sus raíces, ahora tal vez ya definitivamente podridas.
Hay que volver a leer a Max Weber para indagar en ese principio fundador. En su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo el filósofo alemán apuntaba hacia el cristianismo reformado (el calvinismo, el metodismo, el puritanismo…) como el origen de ese espíritu capitalista. La obsesión por el trabajo como forma de glorificar a Dios -como única forma de salvación- sería el fundamento psicológico del que derivó el capitalismo «Pues el ascetismo, al trasladarse desde las celdas monacales a la vida profesional y comenzar a dominar la vida mundana, ayudó a construir ese poderoso mundo del sistema económico moderno; un sistema vinculado a condiciones técnicas y económicas en su producción mecánica-maquinista, que determina hoy con fuerza irresistible el estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina (…) y que, quizá, lo determinará hasta que desparezca el último quintal de combustible fósil»
Hoy podemos decir que la desaparición de los combustibles fósiles -que a Weber seguramente le parecía muy lejana- está cada vez más próxima y que por tanto (aunque no sólo por ello) está también cercano el tiempo del fin de la civilización tal y como la conocemos. Podemos argumentar entonces que asistimos a una crisis, no ya financiera, ni siquiera económica… sino a una crisis de la propia civilización moderna y de uno de sus fundamentos principales: el culto al trabajo.
Benjamín Franklin, uno de los padres fundadores del capitalismo, y también de la nación que se acabaría convirtiendo en el centro del Imperio global -ahora tan en decadencia como el propio sistema en el que basó su fortaleza- decía «Piensa que el tiempo es dinero, quien pudiendo ganar con su trabajo diez chelines al día, se va a pasear medio día, o se queda en su habitación, no debe calcular -si se gastara seis peniques en sus diversiones- que sólo se ha gastado eso sino que tiene que calcular que se ha gastado cinco chelines, o mejor que los ha derrochado (…) Quien mata a una cerda destruye toda su descendencia hasta el número mil. Quien mata una moneda de cinco chelines mata todo aquello que podría haber producido con ellos, columnas enteras de libras esterlinas» ¿Qué sentido tiene la cita hoy en día? ¿Hay algún capitalista en el mundo que siga hoy esos preceptos? Aquellos empresarios puritanos y austeros, que denostaban el lujo y el placer, se han convertido en parásitos. Jaques Brel lo expresó perfectamente en una de sus canciones más conocidas «Les bourgeois c'est comme les cochons. Plus ca devient vieux plus ça devient bête. Plus ca devient vieux plus ça devient cochon»
El capitalista puritano de los tiempos heroicos predicaba con el ejemplo y trabajaba desdeñando los placeres a mayor gloria de Dios. Hoy, en cambio, el ejemplo que da el capitalista moderno es el de la corrupción y el desenfreno moral. De esa forma, el capital vaga a velocidad de vértigo por el mundo sin que nadie dirija sus flujos con nada que se parezca a cualquier tipo ética; no ya religiosa, sino siquiera la de la razón ilustrada o incluso del sentido común.
Así las cosas, que se nos pida a los trabajadores: un esfuerzo para superar la crisis, que trabajemos más, que nos apretemos el cinturón… sólo puede provocar la carcajada general.
Además, la mayoría de las personas también aborrecemos cada vez más del trabajo. Tal vez aún necesitamos del trabajo para auto-disciplinarnos -para ubicar nuestro lugar en la sociedad- pero ya no es nuestro objetivo vital prioritario. El problema es que no encontramos (o no nos permiten encontrar) otros objetivos por los que merezca la pena vivir. En ese sentido entiendo yo lo que afirma Santiago López Petit cuando habla de una sociedad del malestar.
Si el buen burgués pasó a la historia, también el trabajador abnegado esta en extinción. El obrero masa murió con la fábrica fondista y su presunto sustituto histórico esta profundamente herido en lo más íntimo de su ser.
Una sociedad así sólo puede ya perpetuarse con formas extremas de control mental y físico. Un neofascismo posmoderno de una perversidad que supera en algunos aspectos al de las más terribles dictaduras clásicas.
No es casualidad que muchos autores actuales busquen en el psicoanálisis las claves del sistema en que vivimos, que sólo forzando mucho el término puede llamarse aún capitalismo en el sentido de Benjamín Franklin o Adam Smith. La regresión oral del consumo y la dependencia ambivalente con papá Estado (o mamá empresa concebida como un Estado) definen hoy el espíritu del tardo-capitalismo.
El trabajo asalariado puede entenderse entonces más bien como una forma de control social, o de auto-control, que como una necesidad no ya social, sino tan siquiera económica. El desarrollo de la tecnología hace innecesario el trabajo de millones de personas que, sin embargo, siguen aferrados -de grado o de fuerza- al trabajo como una especie de neurosis extraña. Como una adicción más de esa sociedad porno-farmacológica sobre la que Beatriz Preciado ha escrito páginas inquietantes.
Desde luego que el trabajo -o más bien el dinero- sigue siendo necesario para vivir si lo consideramos de forma individual; pero desde un punto de vista global es ya más perjudicial que beneficioso. Todo parece indicar que estamos llegando a los límites que el planeta puede soportar por parte del trabajo humano aplicado sobre él. La consigna bíblica de creced, multiplicaos y dominad la tierra está ya cumplida con creces. Seguir por ese camino sólo puede conducirnos al desastre.
Entonces, ¿por qué continuar trabajando como peones ciegos de un sistema que ni siquiera somos ya capaces de comprender? Un sistema que ha superado los límites de la razón. Una forma de relación social neurótica que provoca un profundo malestar a quienes tienen la “suerte” de estar dentro; mientras que -a su vez- causa la miseria de quienes quedan fuera de su camisa de fuerza protectora.
El vértigo que nos provoca la posibilidad de perder nuestras escasas seguridades materiales y psicológicas es el arma que utilizan los líderes amorales del mundo para mantener sus irracionales beneficios y privilegios. En un mundo que ni siquiera ellos controlan ya.
Las alternativas no aparecen claras y la desesperanza se adueña de las gentes. El optimismo rojo del 68 se ha tornado en pesimismo gris. La posibilidad de que la ciencia y la tecnología sean puestas al servicio de la humanidad, y supongan de esa forma la liberación del trabajo alienante, es vista hoy en día como una utopía lejana. La misma idea de utopía se nos antoja cada vez más como ingenua y desfasada.
Por el contrario, surgen nuevos fundamentalismos en todas partes. En China, tratan de recuperar el pensamiento profundamente conservador de Confucio; en el mundo islámico, el salafismo se postula como alternativa dominante frente a otras corrientes más abiertas e igualitaristas; la esperanza del socialismo del siglo XXI, y la del moviendo antiglobalización, van muriendo de inanición y, en algunos lugares, adquiere tiente autoritarios; en occidente las formas “blandas” de dominio se ven poco a poco sustituidas por políticas cada vez más autoritarias…
De forma paradójica, un sistema mundo que necesita más que nunca un cambio radical provoca precisamente lo contrario: el inmovilismo. La advertencia jesuita que proclama «En tiempos de crisis no hacer mudanza» o bien el dicho tan en boga «El que se mueve no sale en la foto» parecen regir las políticas actuales.
Tal vez ese malestar general que recorre el mundo pueda ser la semilla de tiempos mejores pero, de momento, los acontecimientos parecen dar la razón a la amarga frase de Rafael Sánchez Ferlosio «Y vendrán más años malos y nos harán más ciegos».
Juan Ibarrondo
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