La anarquía entró en la península de la única forma que lo podía hacer: en el más perfecto desorden. Fueron Aristide Rey y Élie Reclus quienes –allá por vendimiario de 1868– primero cruzaron los Pirineos y predicaron la buena nueva, pero parece que lo hicieron con ligero defecto de forma –un boceto de anarquía demasiado arrepublicanado, para Bakunin–, de manera que el mérito de inaugurar la temporada ácrata se suele conceder a Giuseppe Fanelli.
Fanelli, republicano tránsfuga con asiento en el Parlamento italiano (y privilegio de no pagar tren: de ahí que Bakunin lo mandara a pasear) apareció y se perdió en Madrid, y a pesar de proclamar en la lengua del Papa, consiguió que Lorenzo y Garrido y Mora y González Morago y una quincena más se hicieran una idea de la Idea y una foto con él –el famoso retrato de grupo en que cada uno mira por su lado. Luego resultó que Fanelli había embarullado los estatutos internacionalistas con las disposiciones de cierta alianza secreta con la que Bakunin pretendía infiltrarse en la Internacional, y el desarreglo programático en la península fue más que regular (y aciago: sirvió para que, en 1872, Karl apeara de la Internacional a Mijail).
La simiente anarquizante sembrada por Fanelli en las mentes precultivadas de Madrid encontró terreno abonado en Barcelona (ciudad superpoblada, industrializada y propensa al alboroto), en la que la fuerza del número se alió con la teoría. El resultado fue que durante las siguientes décadas hubo que mantener a la capital catalana al abrigo de la Constitución un año de cada tres. Porque si la Idea (luego acracia, una vez despejada la incógnita de si el ruso o el alemán: aquí se botó a Marx) germinó y medró como buena hierba por toda España, floreció de diferentes maneras en diferentes lugares: en Barcelona, los brotes fueron de violencia.
Cuando en 1881 se propuso en Londres la propaganda por el hecho –“revuelta permanente mediante la palabra escrita o hablada, el fusil, la dinamita, todo lo que sea ilegal nos sirve”–, fueron los catalanes los más inclinados a la violencia, quizá por influencia de exaltados como Paul Brousse, que tras instalarse en Barcelona en 1871 participó en un asalto al ayuntamiento local, y, en su La Solidarité Révolutionnaire, junto con Charles Alerini –otro escapado de la debacle comunera de París– empezó a abocetar el protocolo del anarquismo furibundo y de acción.
Influencias exteriores
Otros ilustres extranjeros airados llegaron después: Paul Bernard y Paolo Schicchi (afilados articulistas de El Porvenir Anarquista) hacia 1890; Malatesta, de gira por España en 1891, tuvo que cancelar fechas tras los sucesos de Jerez; Francesco Momo (desde Argentina importó la bomba Orsini) en 1892; Jean Pauwels en 1893 (saltó por los aires al año siguiente en una iglesia de París); Tomás Ascheri (chivo expiatorio del atentado de 1896, fusilado inocente con otras cuatro personas); Michele Angiolillo (vengador de los anteriores, acabó con Cánovas del Castillo aunque no con el canovismo), etc.
En Barcelona, igual que en todas partes, los adjetivos –colectivismo, comunismo, individualismo, autonomismo– proliferaron como cardos, y no sólo se denostaba al partidario de atributos diferentes, sino que se entablaron tremendas refriegas dentro de una misma facción: el anarco–comunista Schicchi retó a duelo al anarco–comunista Malatesta, desafío que éste declinó por escrito y educadamente.
La importancia de la prensa
Aunque en minúscula minoría, fueron los individualistas y los grupos de afinidad los que más ruido hicieron; o causaron, porque al estrépito de las bombas hay que sumar el estruendo de los fusilamientos, de inocentes casi siempre. Las publicaciones anarquistas influyeron también en la reputación furibunda de Barcelona. Los periódicos más afectos a la dinamita –La Justicia Humana, Tierra y Libertad (primera época), Ravachol, El Eco de Ravachol (ambos de Sabadell), El Porvenir Anarquista, Ariete Anarquista, etc.– tuvieron una tirada y una continuidad inferior a la de El Productor o La Tramontana, pero, quizá por apelar al individualismo exacerbado, tuvieron, al menos proporcionalmente, más influjo (o secuelas: recordamos tres casos de clausura por defunción –un suicidio en la cárcel y dos ejecuciones).
Y en 1909, Barcelona acabó ardiendo como una pira, en una semana que unos llamaron trágica y otros gloriosa según les fue en ella: a Ferrer y Guardia le fue ambas cosas.
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