Las cuestiones fundamentales a plantearse son:
- ¿El sindicalismo (lucha reivindicativo-económica) tiene futuro (posibilidad de éxito)?
- Los sindicatos ¿siguen siendo órganos de la clase obrera?
- El balance de la participación anarquista en los sindicatos ¿ha sido positivo para el anarquismo?
- ¿Los sindicatos son (pueden ser) instrumentos para la revolución social?
- Marginalmente, ¿estamos en una fase del sistema que permite el sueño revolucionario o hemos entrado en una fase de larga duración comparable a la Edad Media europea, durante la que sólo puede esperarse sumisión y revueltas aisladas sin futuro alguno? (¿estamos en un sistema que se alimenta de su propia crisis?)
1. La lucha económica
La primera cuestión es fundamental. Planteémosla con claridad: ¿el sistema permite la conquista de nuevas mejoras económico-sociales perdurables? o sea, ¿puede el proletariado obtener mejoras económicas y de calidad de vida sin necesidad de cambiar de modelo social? Evidentemente, si la respuesta es positiva, la revolución social no sólo no es necesaria, sino que se convierte en una aberración psicópata; si la respuesta es negativa, toda lucha sindical está abocada al fracaso y nuestro trabajo en los sindicatos sólo serviría para remachar los grillos que mantienen sujeto al esclavo.
A este respecto, hay dos datos (hechos, no ideas) que deben hacernos reflexionar:
a) ¿Cuando fue la última vez que se logró un victoria sindical? Y no pregunto por lograr que la “autoridad laboral” sancione a algún empresario hooligan, que se haya logrado la readmisión de algún despedido o que, en la negociación de algún convenio (o de un ERE), hayamos logrado que, en vez de quitarnos 5, nos quiten 4. La pregunta es: desde la obtención de la jornada de 8 horas, ¿qué mejoras en la vida de los trabajadores (del conjunto de la clase) han resultado producto de la lucha sindical y no de las propias necesidades del mercado?
b) Hubo una época en que la obsesión de los empresarios era la expansión (la conquista de nuevos mercados); desde hace muchos años, sólo tienen una obsesión: reducir costes a cualquier precio para mantener la empresa competitiva.
Estos dos hechos, junto con los innumerables análisis que muestran que el capitalismo entró en su fase de crisis sistémica ―hecho manifestado por el estallido de la primera guerra mundial―, nos hacen pensar que el conjunto de la clase ya no puede alcanzar mejoras en el marco del capitalismo y que el futuro sólo tiene dos vías: o la revolución social que modifique por completo no sólo las “relaciones de clase”, sino esencialmente la “estructura” de la vida individual y de la humanidad o la constitución de una Época Oscura en la que la inmovilidad económica sea compensada por relaciones de vasallaje a la hora de obtener preponderancia social.
Naturalmente, preguntar por nuestra opción es inútil, pero la cuestión sigue siendo ¿cómo conecta la lucha económica, y con ella la organización sindical, con la lucha por la sociedad libertaria? O, lo que es lo mismo, ¿cuál es el baile de los sindicatos en esta fiesta?
2. Sindicato y capitalismo decadente
Con la creación de la “sociedad del bienestar” y la desaparición del sueño revolucionario al comprobar el curso seguido por los “estados proletarios”, hechos ambos ocurridos tras la segunda guerra mundial, la clase obrera penetra en un época de profunda derrota ideológica. La principal pieza de esta derrota ideológica es la aceptación de la legitimidad del estado por medio de la democracia formal (aceptación a la que tanto contribuyó la propaganda “antifascista” de la izquierda, incluída la libertaria).
Los mojones de la derrota ideológica:
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el poder estatal es legítimo, si es democrático
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la propiedad privada de los medios de producción es legítima (y, con ella, la apropiación privada de beneficios y la explotación del trabajo asalariado) y abre las puertas a la movilidad social
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la competencia en el mercado es la contrapartida de la democracia en la política y es el motor del desarrollo
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la injusticia social es un mal necesario que puede ser mitigado por las prestaciones sociales
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actuar contra la ley es actuar contra toda legitimidad y contra el conjunto de la sociedad
Este marco ideológico aceptado de buen grado (o por medio de la TV-hipnosis) conlleva el encadenamiento de los explotados a una situación sin salida y a las organizaciones que los “representan”, no sólo a compartir cadenas, sino incluso a fortalecerlas.
3. Organización y representación
La principal victoria de la democracia consiste en haber convertido al ciudadano en espectador. Esto es consecuencia (o, cuanto menos, contrapartida) de haberlo convertido de productor en consumidor.
Todo miembro de la sociedad tiene derecho a ser representado y, en el peor de los casos, a crucificar a su representante y substituirlo por otro, pero jamás, jamás, a decidir por sí mismo. De modo que el trabajador acaba enfrentándose con el sindicalista en vez de con el capital.
El sindicalismo participa de esta fiesta. Pese a que inicialmente pueda tener pretensiones “participativas”, si realmente quiere liderar a una masa de población enajenada en la representatividad, deberá ser su representante. Inevitablemente, el sindicato se convierte de organización de los trabajadores en organización de representantes de los trabajadores. O sea, en el marco de la democracia, no hay lugar para el sindicato-organización, sino sólo para el sindicato-representación.
La máxima democrática del imperio de la ley, convierte a las organizaciones obreras en el modelo impuesto por la ley, luego toda estructura organizativa “alternativa”, pese a ser democráticamente tolerada, está condenada a la marginalidad.
Esta representatividad de los sindicatos no sólo los convierte en instrumentos modelados por el poder y, con ello, contrarios a todo ideal libertario, sino que fortalece el papel de espectador del obrero. Iniciándose así un infernal círculo vicioso en el que la enajenación del obrero potencia la representatividad del sindicato y la representatividad del sindicato la enajenación del obrero.
Una organización que acepta, como marco de actuación, una legislación sobre la huelga como la española, la prohibición de las cajas de resistencia y de las luchas por motivos de solidaridad y políticos, no puede más que convertirse, so pena de marginalidad, en instrumento del propio sistema y debe competir con los otros sindicatos en el plano de la “obtención de favores”, de la mejor o peor “gestión de personal”, convertir a sus delegados en auxiliares del departamento de recursos humanos y acabar por defender a fuego y cuchillo al sistema, so pena de desaparecer como organización. Ésta es la base sobre la que se edifica el papel de bombero ejercido por los sindicatos en toda lucha obrera seria y de la generalizada corrupción sindical.
4. Sindicalismo y anarquismo
El anarquismo tiene un objetivo: la formación de una sociedad sin estado. Los anarquistas suelen tener a gala no hacer proyecciones de futuro. Confían en que la auto-organización de la sociedad conducirá a un orden justo. Más allá de este principio, aparecen los anarquismos con apellido, materia en la que no entraremos.
Sin embargo, la corriente anarquista que preconizó la entrada en los sindicatos y la lucha reivindicativo-económica (llamada de reivindicaciones “inmediatas” o “parciales”) fue mayoritariamente la anarco-comunista, o sea, la que preconiza una sociedad sin estado y con propiedad colectiva (global) de los medios de producción.
Así nació el anarco-sindicalismo: los anarquistas comunistas participaban en el sindicalismo para conducir a la clase obrera hacia la revolución social y el comunismo libertario. Un siglo más tarde, el anarco-sindicalismo se ha convertido en una profesión de fe que profesan algunos de los militantes de las organizaciones que todavía se autodenominan anarcosindicalistas.
La única característica que estas organizaciones logran mantener es la de la democracia directa en el interior de la organización. Y aún esta característica resulta matizada por dos hechos:
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hacia afuera de la organización no puede extenderse, tanto por la aceptación del marco de actuación, como por el temor a “asustar” al obrero medio, si se tratara el asunto,
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hacia el interior, la falta de participación de unos afiliados mayoritariamente “sólo sindicalistas”, cuando no simples “representados”, convierte a la democracia directa en una meta poco menos que inalcanzable.
Podríamos concluir que la participación anarquista en los sindicatos es altamente positiva en períodos prerrevolucionarios (véase la CNT en los años 30), pero que, en períodos de pasividad ―o de derrota ideológica― de la clase, la participación en los sindicatos conduce a la dilución del anarquismo en mero sindicalismo jurídico-administrativo.
5. Sindicato y revolución social
Ni aun el más negro de los anarcosindicalistas osa hablar de la revolución social (salvo para nostalgias de pretéritas glorias) ni del comunismo libertario fuera del círculo de sus más afines. Sin embargo, quien desee seguir usando el prefijo “anarco-” no puede obviar la cuestión del papel a jugar por el sindicato en la (eventual) revolución social o en su contrapartida de la Época Oscura.
La historia nos ha legado dos tipos de organizaciones que podemos considerar “propias” de las “clases populares”. El primer tipo es el de la organización permanente (sólo interrumpida por períodos de ilegalización por parte del estado bienhechor): el sindicato. El segundo son las formas de organización no permanente, que aparecen en momentos revolucionarios y que en cada revolución adoptan formas distintas, hasta hoy: la comuna y el consejo obrero.
Hay otra forma de organización inestable que los anarquistas se esfuerzan en revivir constantemente, por su capacidad de hacer de puente entre los otros dos tipos, y que los demócratas se esfuerzan en mistificar y manipular constantemente, por su capacidad legitimatoria: la asamblea.
La idea que se tenía de la revolución social en la época de las revoluciones podría resumirse en los versos de un antiguo canto: “los de hoy nada, mañana, todo han de ser”. Bastaba con invertir la sociedad existente, se suprimiría la propiedad de los burgueses y el poder de los políticos y se seguiría haciendo funcionar ―básicamente― la misma sociedad.
Hoy las cosas han cambiado radicalmente. La revolución social ya no puede ser una revolución industrialista y productivista, ya no se tendrá como objetivo prioritario el “reparto” del beneficio, sino el cómo y el qué se produce, ya no se trata de “remover los obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas”, sino de evitar la destrucción del planeta. En la revolución por hacer hoy en día, del mismo modo que no se podrá “usar” el estado de otro modo, sino que habrá que destruirlo para poder empezar la construcción de la nueva sociedad, tampoco se podrá “usar” la estructura productiva y económica de un “modo más justo”, sino que habrá que destruirla para poder empezar a construir la nueva sociedad.
Este planteamiento nos lleva a una cuestión crucial ¿la estructura de una organización adaptada punto por punto a la estructura productiva y social del capitalismo, el sindicato, puede ser una buena candidata a organización de la revolución? Su estructura orgánica, sus inercias prácticas, su bagaje cultural ¿le permitirán adaptarse a las exigencias de la nueva sociedad o la convertirán en un obstáculo más a superar?
La respuesta a esta pregunta es fundamental para un anarquista, pues ella dará o quitará sentido a su participación en los sindicatos actuales.
6. El futuro del sindicato
El futuro del sindicato está claro a partir de su presente: ser un ente auxiliar del estado en la gestión y contención de la mano de obra, tanto la ocupada como la desempleada o, simplemente, desaparecer (haber convertido a la clase obrera en una masa pasiva tiene, como una de sus consecuencias, la desaparición de la necesidad de sindicalistas-bomberos por parte de la burguesía y del estado).
El sindicalismo y la política obrerista es ―y viene siendo desde la segunda guerra mundial― un medio para limar asperezas en la relación laboral, esto es, hacer de contrapeso al “egoísmo” del burgués y mantener la resistencia obrera en el marco de la legalidad y, con ello, de acatamiento al sistema; en otras palabras, hacer prevalecer los intereses generales del sistema burgués por encima de los intereses privados de los burgueses. En este sentido, el sindicalismo ha facilitado extraordinariamente la constitución del mercado mundial. Con esto se pretende criticar no tanto la función del sindicato, como la ingenuidad de quienes lo consideran una organización apta para la revolución social.
La pregunta ¿son los sindicatos organizaciones de la clase obrera? No admite una respuesta simple. En principio, la respuesta es sí, pero con matices de importancia.
La primera matización es: el sindicato es una organización obrera en el sentido de que responde, con más o menos acierto y con más o menos corrupción según los casos, a las necesidades del obrero en tanto que obrero (trabajador asalariado), ahora bien, es cada vez menos una organización obrera en el sentido de que escapa cada vez más al control de los obreros, en la medida en que cada vez más el sindicalista profesionalizado se convierte en un remedo de funcionario estatal y el afiliado en un administrado. De ahí nace la gran tentación para todo obrerista libertario: la de querer devolver el sindicato al obrero por medio de su redemocratización, pero sin llegar a modificar en un solo punto su función social.
La segunda matización: el sindicato responde a las necesidades del obrero en la medida en que éste no deje de ser obrero, o sea, en la medida en que renuncie a dejar de ser obrero y, con ello, a toda veleidad de transformar radicalmente la sociedad. Un obrero que desea seguir siendo un obrero es necesariamente un contrarrevolucionario. La revolución social implica la destrucción del estado y la destrucción del sistema de trabajo asalariado. Pero, en una sociedad sin trabajo asalariado, no hay lugar para el sindicato ni para el sindicalista.
El presente muestra el futuro: el sindicato se convierte en un ente cada vez más alejado de sus afiliados y cada vez más integrado en el aparato de estado. Puede intentar compensar más o menos los excesos del empresariado, pero en el marco del sistema y de un sistema cada vez menos capacitado para hacer concesiones a sus esclavos, de modo que la propia supervivencia del sindicato como organización exige y exigirá un mayor control sobre los asalariados y una mayor integración en el aparato de estado. La consecuencia de ello sólo puede ser que los sindicalistas honrados e idealistas queden reducidos a una situación de marginalidad ―opción de recambio para el caso de una grave crisis en la institución sindical― y que los sindicalistas corruptos acaparen más y más poder dentro y fuera del sindicato. Y entre unos y otros mantendrán la potencial protesta obrera a raya, sea a través del “desencanto”, sea con nuevas ilusiones de “renovación” sindical.
7. El sindicato del futuro
Sin embargo, el sindicato es la única forma de organización obrera permanente con la que poder influir en la relación económica y social entre obrero y patrón. Hasta que el “genio creador de la masa revolucionaria” nos proporcione una organización más acorde con las necesidades de la revolución (junto con la revolución misma), es probable que no haya más alternativa que seguir manteniendo el sindicato. Quizá usándolo al modo de la escalera de Wittgenstein. De modo que debemos plantearnos la cuestión del modo siguiente: en las actuales circunstancias ¿cómo debería ser el sindicato para facilitar la lucha de resistencia obrera a las imposiciones del neoliberalismo, minimizar los rasgos integradores (el sindicalismo responsable) y abrir vías para traspasar el marco del sistema aunque ello conlleve la destrucción del propio sindicato?
Sus rasgos esenciales deberían ser
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Sindicato único de clase. Superador de la división en sectores y oficios, trabajadores públicos y privados.
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Internacional e internacionalista (en realidad, anacional).
-
Con un funcionamiento basado estrictamente en la democracia directa.
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Reideologizante
7.1. Sindicalismo de clase
Los principales rasgos objetivos (materiales) de la división de la clase obrera y de la fragmentación de su escasa respuesta a los ataques de la patronal son la separación entre trabajador público y trabajador “privado”, la subdivisión infinitesimal de los convenios colectivos y, con ello, de los sectores y subsectores de la producción que conlleva la subdivisión ad infinitum no sólo de la clase sino incluso de las mismas plantillas de empresa, lo cual no es más que la expresión orgánica del proceso generalizado de precarización y pauperización. Los rasgos subjetivos (nacionalismo, discriminación racial y religiosa, etc) les siguen fielmente como el trueno al rayo.
El sindicalismo ha tendido siempre a amoldar su estructura organizativa a la de la patronal. Hubo un tiempo en que la organización de la patronal y de la producción se correspondía a las características del proceso productivo. Adaptarse a ella, podía ser una buena táctica (de ahí surgió el sindicato de sector o “único de industria”). Hoy la organización patronal no se corresponde con las características del proceso productivo, sino con las técnicas de control del personal laboral y no tiene sentido que el sindicalismo se esfuerce en reproducir un organigrama en perpetua modificación y sin fundamentos objetivos anclados en el propio proceso productivo.
La condición básica para poder precarizar un sector estable sin desorganizarlo consiste en precarizarlo por partes y, a poder ser, con la complicidad de los (todavía) estables. Por ello, la única respuesta sensata de la clase obrera a la ofensiva precarizadora de la patronal es responder con la unificación del asalariado, cuya primicia no puede ser más que la unificación de la organización sindical, o sea, organizarse en sindicato único de clase y luchar por unas condiciones salariales y laborales idénticas en todo sector y subsector.
Si la privatización de los servicios públicos tiene como finalidad abaratar los sueldos de los trabajadores y precarizar sus condiciones de contratación, lanzar consignas para la defensa del carácter público de los servicios no tiene más sentido que una pataleta infantil, la única manera de evitar la privatización es quitarle sentido según las propias reglas del capitalismo: evitar que el trabajador “privado” que vaya a substituir al trabajador “público” tenga unas condiciones laborales distintas.
El esquema se repite en todas las empresas. La “externalización de servicios” sigue exactamente el mismo protocolo y objetivos que la privatización de los servicios estatales: pauperización salarial y división ―y, si es posible, enfrentamiento― entre estables y precarios, con el resultado final de substitución de los estables por precarios. No hay otra razón para el rosario de subrogaciones, cambios de convenio, remodelaciones...
Sólo hay un camino para atajar este proceso: la implantación de una escala salarial única para todos los asalariados, con independencia del sector en que trabajen, de si son “públicos” o “privados”, nacionales o extranjeros, fijos o “de contrato”, de plantilla o “externos”. ¿Por qué un trabajador del metal ha de cobrar más o menos que otro con la misma categoría de la química o de la madera?
Si la implantación de una escala salarial única para todos los trabajadores es la única respuesta coherente al ataque neoliberal, la lucha por la implantación de una tal escala es el único camino que hoy por hoy podemos vislumbrar para alcanzar la unidad de la clase obrera en la lucha.
Obviamente, el primer paso para ello, debe ser la reorganización de los anarcosindicalistas en sindicatos únicos de clase y el abandono de las estructuras sectoriales (federaciones de sector) ―que nunca han mostrado su utilidad en la lucha y que hoy resultan obsoletas por el propio desarrollo de la organización empresarial― y de las estructuras subsectoriales (coordinadoras de subsector) ―que intentan replicar cada modificación de la estructura patronal y que sólo pueden acabar remedando los antiguos sindicatos de oficio.
7.2. Sindicalismo internacionalista
En plena era de la globalización, tiene menos sentido la división de la clase obrera por naciones que por sectores u oficios. Es evidente la imperiosa necesidad de la coordinación internacional de la lucha obrera, pese a lo poco que se hace por ella. Por tanto, no abundaré en el tema.
Sin embargo, hay algo que siempre se pasa por alto: la dimensión internacional de la problemática, de la solución y de la única lucha posible. El reto del sindicalismo no consiste en la coordinación de las luchas “nacionales” a nivel internacional, sino en la unificación de estas luchas. Sólo una organización obrera internacional, una movilización internacional y un programa internacional pueden poner freno a las políticas de deslocalización, desindustrialización y descapitalización del neoliberalismo. Es evidente que una escala salarial única internacional convierte en papel mojado la directiva Bolkenstein, tan evidente como que cualquier otro tipo de solución no puede llevar más que la fracaso y al enfrentamiento entre sí de las fracciones nacionales de la fuerza de trabajo.
Hay que resaltar que esta condición ―no ya de internacionalismo sino de franco anacionalismo del sindicalismo necesario― no la exige ninguna veleidad revolucionaria o “ideológica”, sino la mera lucha sindical de subsistencia, de “reivindicaciones parciales”. ¡Cuánto más la exige el carácter revolucionario del anarcosindicalismo!
Sólo si la organización de clase se estructura internacionalmente sobre una base anacional, sólo si el obrero y el libertario aprenden a pensar y actuar en función de los intereses obreros a escala mundial, es pensable una transformación de la sociedad en un sentido anarco-comunista (la “revolución social”, que se decía antiguamente). Deben ser, pues, los anarcosindicalistas los primeros en abandonar las estructuras nacionales y organizarse sobre una base anacional.
7.3. Sindicalismo de democracia directa
De la rica tradición de lucha que nos ha legado el anarcosindicalismo, la práctica de la democracia directa es no sólo el logro más importante sino la piedra toque para toda organización libertaria. Un sindicalismo que caiga en la trampa del representativismo es un sindicalismo condenado a pasarse al enemigo.
Sólo un sindicalismo basado en la participación activa de los afiliados y en la elección y revocación inmediatas de todo cargo, representativo o no, por medio de la democracia directa en el seno de la organización puede mantener a ésta al margen de la burocratización, de la constitución de castas directivas y, en definitiva, de la fagocitación de la organización por el estado.
Mientras la organización obrera funcione estrictamente bajo los principios de la democracia directa, puede permitirse el lujo de cometer cualquier error. Por grande que éste sea, siempre podrá corregirse y volver al buen camino. Si se abandona la práctica de la democracia directa, aun sin cometer errores, aun avanzando de victoria en victoria, se habrá abandonado el camino ―y esa es la derrota definitiva. Jamás organización alguna se ha recuperado del abandono de la democracia directa, la única solución posible es volver a empezar la tarea organizativa desde el principio. Por ello, el anarcosindicalismo debe ser máximamente escrupuloso e intransigente en la práctica de la democracia directa.
Un sindicalismo que esté basado en este principio, no sólo es un sindicalismo que puede mantenerse combativo y ajeno a las intrigas del poder, es también un sindicalismo que puede extender al resto de la clase los principios y la práctica de la democracia directa, con lo que se avanza en el camino de la revolución social.
Sin embargo, como ya se ha expuesto, la práctica de la democracia directa es cada vez más limitada y difícil. Su peor enemigo es la pasividad, la inactividad de los afiliados, que conduce a las organizaciones libertarias a la inoperancia o a la conversión de la democracia directa en una mera idea regulativa.
7.4. Un sindicalismo reideologizante
Según la perspectiva de este escrito, la clase obrera sola puede aspirar a una mejora de sus condiciones de vida a condición de modificar substancialmente la estructura de la sociedad. Como consecuencia, la lucha por reivindicaciones parciales y la lucha por el comunismo libertario deberán avanzar por el mismo camino.
Un sindicalismo “sin ideología” es un sindicalismo con la ideología de la clase dominante. Un sindicalismo que no quiera convertirse en parte del estado y en un estorbo más en el camino hacia la emancipación de la clase explotada necesariamente ha de tener un fuerte, claro y transparente componente ideológico. Sin lucha ideológica no hay revolución posible y sin la revolución social (comunismo anarquista) no hay salvación posible ni para el proletariado ni para la humanidad.
El anarcosindicalismo debe apostar claramente por el debate ideológico, no sólo en las actividades específicas que pueda llevar a cabo, sino en toda la actividad sindical, en toda reunión de plantilla, de sección sindical o abierta al público en general, en toda su propaganda. Debate ideológico, cuyos puntos fundamentales deben ser:
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Democracia directa. La democracia directa debe ser el principio organizador de la sociedad, lo que implica
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Denuncia del representativismo y el politiqueo
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Denuncia del estado como principal escollo al desarrollo humano y como algo totalmente inútil para el progreso social
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Toma de decisiones por el conjunto de la comunidad
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Representantes elegibles y revocables en cualquier momento con mandatos cerrados
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Introducción de los métodos de democracia directa en la actividad cotidiana a escala local
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Apoyo mutuo. La inmoralidad del sistema basado en la explotación del trabajo humano sólo puede encontrar justificación en la descalificación de toda ética y moral. La base más firme para la edificación de la nueva sociedad son los principios éticos de justicia, equidad, solidaridad y apoyo mutuo. El desarrollo práctico de estos principios éticos implica ya el anarco-comunismo.
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Comunismo libertario. Único sistema social que implica la desaparición de la explotación económica, del trabajo asalariado, de la opresión política y del desvarío productivista al que estamos abocados.
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Universalismo. Mientras se enmascaren las diferencias de clase detrás de las fronteras, la nueva sociedad es imposible de construir. Una cultura universalista y anacional es imprescindible para abordar siquiera los primeros pasos para la transformación social e incluso para una simple lucha defensivo-economicista viable.
Conclusión
Naturalmente, una cosa es analizar las necesidades y otra muy distinta que el diagnóstico pueda tener eficacia práctica.
Es difícil predecir si el sindicalismo del futuro podrá ajustarse a las características apuntadas, pero lo que sí puede predecirse es que, en caso contrario, la fragmentación de la clase obrera no será superada y, aun si llegase a serlo, no lo sería con ayuda de los sindicatos sino pese a ellos.
En caso de que el sindicalismo no adopte estos principios y modos de actuación, muy probablemente esté abocado al fracaso e incluso a la desaparición y la intervención de los anarquistas en el el sindicalismo habrá sido baldía.
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