Mis recientes artículos sobre la intolerable exigencia gubernamental de condenar a ETA -y solo a ETA- han sino reproducidos con profusión y han suscitado un gran número de comentarios (sobre todo el titulado Ni ETA ni E.T., inspirado en las preguntas de los periodistas sobre la candidatura de II-SP). Creo que es una buena señal que un tema hasta hace poco tabú sea objeto de animados debates en blogs y periódicos digitales; aunque de momento predominen las reacciones viscerales sobre las reflexiones ponderadas, al menos se ha abierto una brecha en el muro de silencio tan meticulosamente levantado por el poder. Y aunque debo, ante todo, dar las gracias a los cientos de personas que me han mostrado su apoyo por manifestar opiniones que despiertan las iras tanto de la derecha como de la izquierda sumisa, quiero dárselas también a quienes han expresado su disconformidad con mis argumentos y, de ese modo, me han inducido a revisarlos y a profundizar en ellos.
Las críticas más frecuentes a mi impugnación de lo que he denominado “condena por prescripción gubernativa”, vienen a decir más o menos lo mismo que la siguiente, recién recibida por correo electrónico: “Si en vez de pedirte que condenaras a ETA te pidieran que condenaras a los GAL o a Rubalcaba, tu reacción sería muy distinta”.
Pues bien, no es así. Si el PP ganara las próximas elecciones y el Gobierno de Rajoy me pidiera que condenara a los GAL, me negaría en redondo. ¿Por qué? Primero, porque rechazo la fórmula de la condena extrajudicial; segundo, porque el Gobierno no tiene ningún derecho a pedir a los ciudadanos o a las organizaciones que condenen nada; y, tercero, porque condenar a los GAL y solo a los GAL equivaldría a decir que los GAL fueron (o son: no está claro qué tiempo verbal hay que usar en este caso) el mal por antonomasia, el único crimen merecedor de una condena pública. Y aunque el terrorismo de Estado se aproxima bastante al mal absoluto, incluso en ese caso límite habría que evitar las condenas extrajudiciales y analizar los hechos en toda su complejidad.
No podemos caer en la vieja trampa, tan útil al poder, de la demonización del enemigo. Por mucho rechazo que nos produzca una ideología o una forma de actuar, por mucho que algo nos indigne o nos perjudique, no podemos confundir a las personas con sus ideas o con los grupos a los que pertenecen. Yo quiero que Rubalcaba se siente en el banquillo de los acusados por sus calumnias e injurias a II-SP (y, de paso, por su relación con los GAL); pero me niego a condenarlo extrajudicialmente y a situarlo más allá de toda posibilidad de diálogo o negociación; ni siquiera puedo excluir la posibilidad de que, en su fuero interno, él piense que hizo lo más conveniente para su país. A los que hacen daño hay que neutralizarlos, evitar que sigan haciéndolo e intentar convencerlos de que se equivocan (como decía Sócrates, el mal es un error); el castigo y la venganza son tan mezquinos como absurdos, y convertir a los enemigos en demonios es la mejor manera de impedir la paz. Esa paz hija de la justicia que los antiguos griegos llamaban Irene y que es la única deseable, la única posible.
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